EL OLVIDO DE UNO MISMO
El por qué enfocarnos menos en nosotras es mejor...
El yo quiere una vida “sin preocupaciones”.
El yo se siente con derecho a la comodidad y la conveniencia. El yo es muy poco agradecido, y muy ambicioso.
Yo olvido un montón de cosas —en que lugar puse mis llaves, la hora de mis citas médicas, pero el más penoso de todos mis despistes es que no recuerdo donde guardo los nombres de las personas que necesito recordar. Inevitablemente, cuando trato de recordar el nombre de un nuevo compañero de trabajo, o el del papá de la compañera de clases de mi hija, es como si estuviera parada frente al refrigerador de mi casa, tratando de ver dónde se encuentra la salsa de tomate, y diciendo en voz baja: “Tiene que estar aquí, en alguna parte”.
Al igual que muchos otros padres, mi cerebro es como un taxi sobrecargado: demasiados pasajeros, demasiado equipaje. Algo puede suceder. Y mi condición de madre solo tiene la culpa en parte de mis ataques de amnesia. Vivimos en un tiempo en el que es fácil volvernos olvidadizos. Nuestra tecnología, dotada de gigabytes de memoria, tiene la tarea de recordarnos las cosas. Ya no memorizamos como antes los números de teléfonos o los ingredientes de nuestra receta favorita.
Nicholas Carr, en su libro The Glass Cage: Automation and Us(La jaula de cristal: La automatización y nosotros), habla de las consecuencias involuntarias de esa elección —el poder que delegamos a las máquinas. Un ejemplo de ellos está en la cabina de un avión; si bien el vuelo automatizado ofrece muchos beneficios, también es causa de accidentes. Las investigaciones demuestran que los pilotos han aprendido a confiar demasiado en el sistema computarizado. Esto los vuelve descuidados, y les hace desconfiar de la certeza de sus sentidos. Y cuando los sistemas automatizados fallan, algunos pilotos están —por desgracia de los pasajeros— desentrenados. Han olvidado cómo volar.
El reflejo de la memoria
Por muchas razones diferentes, olvidamos precisamente las cosas que tenemos la intención de recordar —incluso aquellas de las que depende nuestra vida. Pero hay algo que ninguno de nosotros parece inclinado a olvidar: a nosotros mismos. No olvidamos nuestros cumpleaños o como nos gusta que esté preparado nuestro bistec. Recordamos la talla de zapato que calzamos, y nuestro platillo preferido. Mantenemos un registro cuidadoso de los logros personales y de los fracasos notorios.
El centro de atención de nuestra memoria a corto y largo plazo es, entonces, nuestro yo, lo cual, en términos espirituales, puede ser desastroso. “En el momento que su ego es todo, existe la posibilidad de que usted se quiera poner en primer lugar, tratando de ocupar el lugar de Dios, en realidad”, escribe C. S. Lewis en Mero Cristianismo. Él creía que el “yo” es el prefijo de una multitud de pecados humanos, y que la tarea cristiana del arrepentimiento consistía en “desaprenderse de toda la vanagloria y toda la terquedad que hemos estado cultivando durante miles de años”.
Sin duda, la historia humana, según consta en la Sagrada Escritura, es un golpe violento montado por el “yo”. El yo quiere una vida “sin preocupaciones”. El yo se siente con derecho a la comodidad y la conveniencia. El yo es muy poco agradecido, pero muy ambicioso.
Despreciarse a uno mismo: ¿Virtud o debilidad?
Si el yo es el culpable de la rebelión humana, ¿significa esto que debemosdespreciarnos? Ciertamente, el impulso hacia el autodesprecio (y a hacerse daño físico a uno mismo) ha florecido en ciertos momentos de la historia del cristianismo. Los ermitaños y los monjes que huyeron de las ciudades al desierto (a partir del siglo III d. C.) lo hicieron para buscar recogimiento espiritual y practicar el autosacrificio, Muchos eligieron prácticas de austeridad extrema, renunciando a toda forma de placer.
El Señor Jesús nos da un ejemplo de esto en Juan 4. Él conoce el pasado de la mujer samaritana que ha venido a sacar agua: se había casado cinco veces, y ahora estaba viviendo con un hombre que no era su esposo. La conversación giró en varias direcciones diferentes —de su historia personal, de sus preguntas teológicas. Y cuando los discípulos regresaron finalmente con el almuerzo que habían ido a comprar a la ciudad, se sorprendieron al ver a Jesús hablando libremente con esta mujer samaritana. “RaPero Jesús no fue masoquista. Su primer milagro, realizado en una boda, no fue para curar a alguien, sino para ayudar en una celebración. Tampoco ignoraba sus propias necesidades físicas: se retiraba de las ruidosas multitudes para poder comer y dormir. Y cuando le llegó el tiempo para morir, no entró en el palacio de Pilato con los brazos extendidos, implorando ser esposado y crucificado. Derramó lágrimas al pensar en su propio sufrimiento, e incluso preguntó si no habría otra manera (Mt 26.36-46). El ejemplo de Jesús niega la “virtud” del desprecio, pero revela algo mejor —el olvido de uno mismo.
“Yo tengo una comida que comer, que vosotros no sabéis", les responde Jesús.
En ese momento, Jesús había olvidado el hambre que tenía. Se había olvidado, literalmente, de sí mismo. Y no fue la insolación lo que provocó la aparente amnesia —era la misión que le había sido dada por su Padre: “Mi comida es que haga la voluntad del que me envió, y que acabe su obra” (v. 34). Por su atención al ministerio, Jesús se había deshecho del voluminoso equipaje de la preocupación por sus necesidades.
Como dice Tim Keller: “La esencia de la humildad evangélica no está en considerarme más ni en considerarme menos, sino en pensar menos en uno mismo”. Olvidarse de sí es poner a Dios y al prójimo en el centro de nuestro corazón y de nuestra mente.
La oración por la preocupación personal
Si no se nos pide que nos despreciemos, tampoco debemos fingir que nuestras necesidades no importan. De hecho, Jesús nos enseña a orar por el pan de cada día. Pero, como podemos ver en el Padrenuestro, las peticiones personales no son la primera prioridad —sino la alabanza. Como explica N. T. Wright en su libro The Lord and His Prayer (El Señor y su oración): “Si analizamos con detenimiento la oración, podremos ver una inversión de prioridades. Las necesidades son las mismas; pero el orden es distinto. Y con ese cambio, pasamos de la angustia a la fe”.
“Padre nuestro que estás en los cielos” es un remedio ideal para sanarnos del egocentrismo, y de lo que nos impide dormir por las noches por la preocupación de lo que traerá el futuro. El “venga tu reino” orienta nuestras peticiones hacia la obra más grande de Dios en el mundo, en vez de enfocarla hacia nuestras comodidades. La oración fertiliza la confianza inquebrantable en la que crece saludablemente el olvido de nosotros mismos. Si Dios se preocupa por nosotros, ¿por qué angustiarnos? “Vuestro Padre celestial sabe que tenéis necesidad de todas estas cosas. Mas buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas” (Mt 6:32, 33).
Orar significa olvidarnos de nosotros mismos. Así que cuando oremos, confiemos en la memoria de Dios —Él nunca olvida un nombre o una necesidad.
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