Mateo 26.26-30
La última comida de Jesús con sus discípulos fue durante la celebración de la Pascua. Al darles el pan, Él dijo: “Tomad, comed; esto es mi cuerpo” (Mt 26.26). Luego, al ofrecerles el vino de una copa que compartieron todos, les dijo: “Bebed de ella todos; porque esto es mi sangre del nuevo pacto, que por muchos es derramada para remisión de los pecados” (Mt 26.27, 28).
Los creyentes practicamos hoy la Cena del Señor para simbolizar limpieza, consagración y comunión.
La sangre de Jesús nos limpia del pecado. Desde Adán y Eva, Dios ha exigido un sacrificio de sangre para cubrir las transgresiones (Gn 3.21; Lv 17.11).
Pero esto era solo una solución temporal, ya que el siguiente pecado requería un nuevo sacrificio. Jesús fue la respuesta permanente de Dios al problema. Él tomó sobre sí nuestros pecados (pasados, presentes y futuros), y murió para pagar la totalidad de nuestra deuda.
Cuando un creyente recibe la salvación, es consagrado (o apartado) para el Señor. Su pecado es perdonado, recibe vida eterna y el Espíritu Santo viene a morar en él. Sin embargo, si llega a olvidar que le pertenece al Señor puede ceder a la tentación. El pan y la copa le dan la oportunidad de recordar lo que el Padre celestial espera de sus hijos y de renovar la promesa de obedecer.
La Cena del Señor es también un momento para estar en comunión. Nos conectamos con el Señor que nos salvó, y también con los creyentes de ayer y de hoy. Dentro de la familia de Dios encontramos consuelo y ayuda, de la misma manera que los discípulos y la iglesia primitiva.
La Cena del Señor es un buen momento para hacer una pausa y recordar lo que Jesús nos ha dado. Participe de ella con solemnidad y gratitud.
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